Para el Gobierno israelí, el pulso en torno a los asentamientos que se va perfilando de día en día no es sólo una cuestión de orgullo. Antes por el contrario, se trata de preservar una pieza esencial de la estrategia mantenida por los sucesivos Ejecutivos israelíes tras la Guerra de los Seis Días, en 1967, cuando Naciones Unidas avaló el principio de paz por territorios como fórmula de arreglo en Oriente Próximo. Con la política de asentamientos, Israel ha pretendido desde entonces hacer inaplicable ese principio. No por la vía de un rechazo formal que tendría un alto coste político y diplomático ante la comunidad internacional, sino por la de apropiarse poco a poco, y en contra de la legalidad, del territorio que debería entregar a los palestinos a cambio de la paz.
Por primera vez desde 1967, los intereses de Estados Unidos y de Israel no son coincidentes en Oriente Próximo, lo que no quiere decir que sean antagónicos ni que lo vayan a ser en el inmediato futuro. Netanyahu, pese a todo, ha optado por seguir tensando los límites de la relación especial con Washington, convencido de que es sólo una cuestión de tiempo que las aguas vuelvan a su cauce y que la diplomacia norteamericana avale de nuevo cualquier iniciativa israelí sobre el terreno. Es un camino arriesgado, puesto que podría hacer de Israel una rémora para los intereses de Estados Unidos en la región, en lugar de mantenerlo, como hasta ahora, como su principal garante.
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